12.1.08

hasta siempre


EN TI ME QUEDO




De vuelta de una gloria inexistente,

después de haber avanzado un paso hacia ella,

retrocedo a velocidad indecible,

alegre casi como quien dobla la esquina de la calle

donde hay una reyerta,

llorando avergonzado como el adolescente hijo de viuda

sexagenaria y pobre

expulsado de la academia vespertina

en la que era becario.


Estoy aquí,

donde yo siempre estuve,

donde apenas hay sitio para mantenerse erguido.

La soledad es un farol certeramente apedreado:

sobre ella me apoyo.

La esperanza es el quicio de una puerta

de la casa que fue desarraigada

de sus cimientos por donde entro y salgo

cuando paso del nunca (me quisiste) al todavía (te odio),

del tampoco (me escuchas)

al también (yo me callo),

del todo (me hace daño) al nada (me lastima).


No importa, sin embargo.


Los aviones de propulsión a chorro salvan rápidamente

la distancia que separa Tokio de Copenhague,

pero con más rapidez todavía

me desplazo yo a un punto situado a diez centímetros

de mí mismo,

deprisa,

muy deprisa,

en un abrir y cerrar de ojos,

en sólo una diezmilésima de segundo,

lo cual supone una velocidad media de setenta

kilómetros a la hora,

que me permite,

si mis cálculos son correctos,

estar en este instante aquí,

después mucho más lejos,

mañana en un lugar sito a casi mil millas,

dentro de una semana en cualquier parte

de la esfera terrestre,

por alejada que os parezca ahora.


Consciente de esa circunstancia,

en muchas ocasiones emprendo largos viajes;

pero apenas me desplazo unos milímetros

hacia los destinos más remotos,

la nostalgia me muerde las entrañas,

y regreso a mi posición primera

alegre y triste a un tiempo

-como dije al principio:

alegre, porque sé que tú eres mi patria,

amor mío;

y triste,

porque toda patria, para los que la amamos,

-de acuerdo con mi personal experiencia de la patria-

tiene también bastante de presidio.


Así,

en ti me quedo,

paseo largamente tus brazos y tus piernas,

asciendo hasta tu boca, me asomo

al borde de tus ojos,

doy la vuelta a tu cuello,

desciendo por tu espalda,

cambio de ruta para recorrer tus caderas,

vuelvo a empezar de nuevo,

descanso en tu costado,

miro pasar las nubes sobre tus labios rojos,

digo adiós a los pájaros que cruzan por tu frente,

y si cierras los ojos cierro también los míos,

y me duermo a tu sombra como si siempre fuera

verano,

amor,

pensando vagamente

en el mundo inquietante

que se extiende -imposible- detrás de tu sonrisa.




Ángel González

3 comentarios:

maría nefeli dijo...

Todo es parecido a la orfandad...
Un beso

Pepa Cobo dijo...

Sí,es una pena. Aunque si miramos la historia y la nuestra propia, ha sido un poeta afortunado. Fue bueno, escribió lo que quiso y se le reconoció -además de conocer la vejez- Muy bueno.

Laura dijo...

Este poema no lo conocía o no lo recordaba, que no sé que es peor, gracias J.A.