28.8.16

SOUNION
Y cada piedra que pisábamos ensangrentada
por el crepúsculo
CHARLES SIMIC

El calor sofocante de la tarde
castigaba los pies de los viajeros,
ya impacientes por el retraso
del autobús, bajo la marquesina
descolorida. Apenas llegaba aire
a mi cerebro y la incertidumbre
se adhería a las células que activan
los sentidos igual que un enojoso
parásito o la mala reputación congénita.

La imagen instalada previamente
en mi memoria se fue haciendo
realidad ante mis ojos,
como sucede a veces con los sueños.
Contemplé, como si en la luz quedaran
suspendidas, las formas celestiales
de las columnas que hacia el distintivo
estival ascendían desde una cota opuesta
al estilóbato, vi cómo ceniza y sombras
se internaban, arriadas sus velas, en un mar
dócil, amansado, cárdeno, sólo mío.
Por un momento el mundo se detuvo.
Mi obsesiva imprudencia me inclinó
a suponer que nada de aquel instante
cambiarían los años, ni siquiera
el violentado friso repuesto en la memoria,
ensangrentado por el crepúsculo,
que unos días después menospreciaba.

Pero cuando contra mi piel
repercutía el canto de los pájaros
y se ahormaba contra el fuste
quebrado de pilastras confinadas
en un drenaje casi sumergido
la espuma de las olas, el inmortal verano
me supe un dios caído a quien pronto
la juventud que entonces disfrutaba
abandonaría como un ingenuo
narciso, sin integridad ni gloria.

Ahora, satisfecha la deuda contraída
con mi yo de aquel tiempo al escribirlo,
varias fotos en blanco y negro
que decoran los últimos peldaños
de la escalera de la nueva casa,
preservan del olvido esta desviada
sensación de melancolía. Yo las observo
cuando subo al trastero con un fervor convencional
tan similar al de que observa
en la vitrina una distribución
de extravagantes lepidópteros
que temo, muchas veces, confundirme.

Carlos Alcorta, Ahora es la noche (Valparaíso ediciones, 2015)

Imagen: Hugh Williams, Extensive view of Cape Sounion



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